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Metamorfosis de un Escritor

 

Categoria 12-17  años

SHAKEN MAZAYA MORENO

Ganador Concurso Cuento RCN Mincultura

 

 

—¡Ya! Chao. Te tengo que colgar. ¡Tengo un nuevo inicio! —Pero, Ana, no creo que debas…

         Colgó el teléfono. Lo dejó rápidamente acomodado. Miró la hora en el reloj y subió corriendo a su habitación. Allí estaba ella, con otra idea en la cabeza. Sus ojos miraban fijamente la pantalla de la computadora. Una hoja en blanco, con una línea titilante, estaba a la espera de una de sus inconclusas obras, mientras ella, con la cabeza vuelta líos, dudaba de la conveniencia de empezar a teclear.

Estaba enfrente de aquel brillante recuadro, decidida a hacerlo, a dejarlo todo. Digitaba sus imaginarias historias como si no hubiera mañana, con una velocidad que casi igualaba a la de la luz. Se sentía viva, real. Su única forma de expresarse estaba en aquel lugar, en letras Arial, tamaño 9 —sus favoritas—, con las que escribía más en menos espacio.

Con cada figura y cada párrafo la temperatura aumentaba, no solo la de su relato, también la de su cuerpo. Le empezaba  a doler la cabeza. Su mente no procesaba la misma cantidad de información. Sus ojos se cerraban al ritmo del tictac. Nuevamente aparecían los síntomas de aparente cansancio. Sus manos dolían, como si miles de agujas le atravesaran los huesos. Era hora de detenerse, descansar y pensar.

Nuevo día. Las manecillas marcaban la hora de la realidad. Rayos de luz entraban en sus ojos, los firmes candados que encerraban su ser. No recordaba mucho, solo que había fallado en su enésimo intento de escribir. Su frustración la encolerizaba y la llevó nuevamente a ponerse cita en su cuarto a las diez de la noche. Llegó la hora y era ella, con su cajita de letras y su cofre sellado de emociones, ella mirando nuevamente la computadora.

Empezó, como siempre, a dejar salir lo que sentía, que su emoción prorrumpiera por los pequeños orificios que los golpes de la vida le habían dejado, decepcionada de tener que crear un nuevo inicio y un nuevo destino. Sus dedos bailaban al compás de sus pensamientos, dedos que eran para ella lo que un pincel para Botero y lo que el póquer para Amarillo Slim. Su velocidad aumentaba, al igual que la noche anterior. La felicidad de verse cerca de desatar el nudo era infinita.

 

De repente, después de muchas vueltas del minutero, su temperatura empezó a aumentar, su cabeza a doler, su mente a enlentecer y sus ojos a cerrarse. Nuevamente saboreó esa malteada de decepción con diez gramos de frustración que tanto había probado en su vida. Pero no. Hoy no. Esta noche sería diferente. Su ser luchaba contra su cuerpo, contra su naturaleza. Faltaba poco, estaba cerca. Tic tac, tic tac. Continuó, como si de dolor no se tratase. Su cabello empezaba a caer. Hace rato no llegaba a ese punto. Sus uñas se partían en milimétricos fragmentos.

 

Pero Ana seguía; estaba decidida. Su piel se inundó y sus piernas se aletargaron. Su cuerpo estaba ido. Sus manos aún contaban con la voluntad de seguir y sus infalibles oídos aún la mantenían al tanto del bendito reloj.

Llegó al último párrafo. Las letras se alineaban, como si de militares se tratase. No se devolvía, no había cabida para errores, por lo menos no había espacio para borrarlos. Estaba en su última frase. La última palabra. Terminó. Sus ojos, convertidos en rojas mariposas, miraban con orgullo aquello que había sido creado. Su boca, ya insensible, pero emocionada, esbozó una sonrisa, de esas débiles que hacemos cuando llueve. Allí estaba, listo. Tic tac, tic tac. Cerró los ojos mientras su existencia expiraba, al ritmo del reloj, justo cuando escribió el punto final.

 

Su cuerpo tendido fue hallado en un cuarto, blanco como su piel, cubierto por un silencio inquebrantable en el que solo fue encontrada su computadora, en cuya pantalla se leía al principio de una página: “Metamorfosis de un escritor: intento 135”.

 

El inverosímil Plan de vacaciones

 

 

Carlos Pineda Jiménez

Ganador Estímulos 2016

 

El  9 de abril del 2.048 en confusos hechos ocurridos en la estación Metro Sabana - Bogotá,  se presentó una asonada que dejó cerca de trescientas cincuenta personas muertas, más de mil  heridos de gravedad y la destrucción parcial de la línea principal del metro, lo que obligó a la administración a rehabilitar   el viejo tren a carbón –de 15 kms por hora– que conecta a Soacha, Bogotá, Chía y Zipaquirá, en un vano intento por conjurar el caos económico, la  confusión y desorden e  incontables protestas de los atribulados habitantes de la más poblada sabana de la zona andina suramericana.

 

Ante la indignación popular el gobierno de la nación bananera culpó a la oposición: El bolivarianismo, los Verdes, pero Joviales; las FARC, AP (apaciguadas); y en particular, al movimiento La Reencarnación de Bachué como responsable de los interminables sabotajes y que en indicios aportados por la CIA y la DEA  señalan a dicho  movimiento con base en  interceptaciones de chats, mails, huellas, excrementos y otros asquerosos rumores y, aunque resulte muy extraño, involucran la zona anglo*(1)  del municipio de Chía.

A la redacción del periódico La Crónica Santafereña se precipitaron tantos anónimos que decían tener pistas sobre los presuntos autores del “Ataque terrorista del Posconflicto” que Leonardo Llamosa, el peripatético y visceral jefe de redacción, se vio afectado de insomnio, tartamudeos y tics repentinos, al no atinar a desenvolver la intrincada madeja de acontecimientos.  Impulsivo y terco como él qué más, siguió un anónimo que le permitió ponerse en contacto con descendientes Muiscas en el resguardo del municipio de Chía, donde cómo pudo se  entrevistó con el chamán Michúa Malpica quien lo hundió en un hondo pesimismo cuando le dijo no tener información sobre el tal “Movimiento la Reencarnación de Bachué”.

El chamán Michúa notó tanto nerviosismo y desasosiego en el periodista que se compadeció y le ofreció un rito de purificación el que Llamosa aceptó sin entender bien de qué trataba. En medio del viaje de Yagé alucinó voces e imágenes sobre un perverso hijo de Chibchacum, mitad dios, mitad humano, de nombre Chibuquí.

Este semidios le reveló a Llamosa cómo privó de luz a la humanidad con edificios, conjuntos y subconjuntos, bloques y ladrillitos y entre ellos   serpentinos carritos ansiosos por circular.

“Fue al comienzo de los tiempos cuando Chibuquí caviló por largos años, entre bocanadas de humo asintiendo y aspirando su chicharra hasta quemarse dedos, barbas y labios, acerca del perro, el mejor amigo del hombre y se entusiasmó. Perros multicolores bien jeroces y amaestrados con sus bolsitas para echar la mierda, pero… ¿y los árboles? ¿Podrían los perros,   de cualquier pelambre   alzar la pata para orinar así no fuera sobre un chamizo de navidad? y como el pensador de Rodin se sumió en profunda meditación ante la posibilidad de cortarles una pata con una motosierra made in Colombia… Uhum ¡Pero no! Recapacitó. Habría que viajar y sería muy peligroso. A cambio ¡bolardos! y de una manotazo “hercúleo” separo un poco los edificios de los conjuntos y los instaló junto con los semáforos, los fungicidas y la banda militar. También se le antojó un lujoso  motel con un consolador autónomo provisto de alarma para prevenir que los hombres se vinieran prematuramente, camas de agua donde medusas, morenas y calamares reanimaran a desfallecidos amantes y un electrocardio junto con   pellizquitos de hormigas y mordiditas de pirañas y en las paredes de vidrio –en medio estéril– algunos gérmenes, virus, bacterias, óvulos, espermatozoides, cigotos, fetos y una morgue con la enciclopedia universal de los NN que envidiara el mismito Diderot.

Fue una tarde mientras Chibuquí se mecía en la roída hamaca de Jattin*(2)  que casi se atraganta al recordar que no había hecho ningún  delimitador e imaginó una valla de acero y concreto, cámaras infrarrojas, drones, fosos, cilindros-bomba pero  le inquietó aún más los  cuerpos hinchados que flotaban por el Mediterráneo, los  descompuestos que iban rio abajo, o los que picaban en Buenaventura y Caney  junto con la oreja de van Gogh, las piernas de Toulouse-Lautrec y el cordón umbilical del niño Jesús y en esto se entretenía cuando  ¡¡Pruummmmm, la tierra se abrió y se lo tragó!!”

Tres días más tarde, Leonardo Llamosa despertó semidesnudo,  convulsionando y en medio de desvaríos, debajo del Puente del Común*(3)  donde unos  estudiantes de  Sicología de la Universidad de la Sabana auxiliaron y llevaron a la  Clínica  de la Caro donde la siquiatra Sandra Penagos ordenó su reclusión inmediata en el pabellón de  desintoxicación “…prisionero en una cárcel de salud..” se le escuchó mascullar y  como si la balanza de los dioses encabezados por Chibchacum se inclinará a su favor,  conoció al “loco Jaime”, diagnosticado de “..doble identidad,  percepción distorsionada de sí mismo y  auto flagelación” debido a  las  graves quemaduras  halladas en su cuerpo y quien también estaba recién ingresado. Fue amor a primera vista. El “loco” le confió al periodista lo de su falsa esquizofrenia, pues se hacía pasar por deschavetado para que el gobierno no le echara mano y además le hizo partícipe de un  inverosímil “Plan de Vacaciones” y así fue como el periódico La Crónica Santafereña por fin pudo entrevistar a un integrante de “La reencarnación de Bachué” y anunció  con bombos y platillos, publicar y desentrañar el ovillo del caos y asonadas que vivía el centro del país donde el “loco Jaime”, un estudiante del Oxford School  from Chía City, relataría todo  y proveería el medio de escape de la clínica al redactor, tanto como su  arribo a la capital, burlando el “estado de emergencia y medidas de excepción” con  que el gobierno pretendía detener la protesta pública generalizada.

A eso de las once de la noche falsos enfermeros trasladaron a Leonardo Llamosa en una camilla de urgencia hacia cuidados intensivos, una vez allí le suministraron una bala junto con su mascarilla de oxígeno, un frasquito de Equalude (barbitúrico) y una botella de agua pura. Desde allí lo escurrieron por el ducto de ventilación hasta una compuerta en el primer piso donde lo esperaban otros secuaces que lo sacaron hasta el Puente del Común. Un pequeño bote a motor era la coartada. Se embarcó y sin dudarlo dos veces se hizo al timón. Condujo como loco por las enrevesadas y putrefactas aguas del rio Bogotá pero con la certeza que era la única vía sin vigilancia. La luna despedía un brillo casi incandescente sobre las crecidas aguas que propiciara el más largo fenómeno de la Niña.  La Diosa Chie estaba doblegando a Chibuquí y él lo intuía, solo debía serenarse. Si lograba conectar con el rio Juan Amarillo bordearía la carrera treinta y luego el rio Arzobispo hasta arribar al Parkway*(4)  donde un grupito de diseñadores y redactores estaban prestos a lanzar la edición digital e imprimir en la desvencijada rotativa  la ya desueta edición de papel con la chiva periodística.

 

 Estaba completamente conciente que ese era su deber frente a un poder arrogante y corrupto hasta el tuétano. Sus neuronas hervían mientras imaginaba el titular de la edición extraordinaria. Buscó en su chaleco el frasquito y como pudo extrajo una minúscula pepilla, se retiró la mascarilla pero no atinó a soltarla en su boca, intento buscar otra en el frasquito pero se le zafó y en su brusco intento por asirlo, la mascarilla cayó al rio. La bala de oxígeno desequilibro el bote y se volcó. La inmersión en el helado magma, baboso y pesado le arrastro con fuerza incontenible y  pese a sus cada vez menos cursis brazaditas por alcanzar la orilla,  casi asfixiado por las plastas de inmundicias que se le adherían en la nariz, ya exangüe y adormecido por el creciente bramido de las aguas vislumbró la portentosa caída del  salto del Tequendama y anhelante se entregó a Bochica  quien le llamó a la purificación celestial y la promesa de  otra oportunidad para su querida y vapuleada sabana. Glu, glu… ¡glu!

 

Extrañamente a la mañana siguiente La Crónica Santafereña desplegó en primera página y a ocho columnas el siguiente titular:

 

“La tribu urbana “La Reencarnación de Bachué” propició golpe terrorista”

-Estudiantes de exclusivo colegio de Chía serían los autores intelectuales-

 

Minutos más tarde circuló otra versión de La Crónica Santafereña con este titular:

 

“Vagón cargado con fuegos pirotécnicos explotó a la entrada de la Estación del Metro”

- Descartan golpe terrorista.  Tribu urbana de Chía no estaría involucrada -

 

Sin embargo la versión que terminó imponiéndose en la población circuló por las redes sociales. Fue una detallada entrevista donde se documentó de cómo estalló la crisis política más grande del país en el siglo XXI debido a la destrucción parcial del Metro más tardío y más pequeño entre las grandes ciudades suramericanas y que circuló  con “pelos y señales”, es decir sin editar en gracia “a lo vertiginoso del ritmo de los acontecimientos”.  He  Aquí el texto:

 

“Esta exclusiva entrevista se realizó en la Clínica La Caro de Chía por el periodista Leonardo Llamosa, el cual a la fecha se encuentra desaparecido. Hacemos un vehemente llamado a las autoridades nacionales e internacionales para que intensifiquen su búsqueda y se dé con el paradero del jefe redacción de este medio.

 

– El periodista.  ¿Cómo nace el movimiento La Reencarnación de Bachué?

– Estudiante Chibuquí. De tiempo atrás veníamos urdiendo un Plan al que Paola Alemán (la líder), se entregó por entero   y que tomó cuerpo con la creación del grupo La Reencarnación de Bachué en Facebook. Así que en medio de la monotonía de las clases nos dedicábamos a “cranear” un Plan de vacaciones bien alejado de los babosos ofrecimientos de las agencias de viajes que pululan en el medio educativo y en las iglesias. Fue entonces al final de las clases y en medio de los atormentadores exámenes finales que el ambiente se tornó, ¿cómo dirían?  ¡Ah sí, electrizante! Tiempos para levantarse la falda o salir del closet, cómo quieran, pero por Dios ¡había que hacer algo que nos sacara de la modorra del cuartel que llaman academia!

 

–El periodista. ¡¿Cómo?! ¿El movimiento político La Reencarnación de Bachué, al que el gobierno e incluso la DEA consideran el instigador del caos y asonadas del 9 abril es según usted un grupito de entretenimiento en Facebook creado con el fin de matar el aburrimiento en clase?

– Estudiante Chibuquí.  Sí. Así es. Y es que recuerdo como si estuviera en mi portátil, viendo el muro al que todos chuleamos de manera tan deportiva y displicente como “me gusta” y “carita feliz” que según Paola contaría con seis tramos de agite: El primero, la montaña, el cual quedó a mi cargo. Toñito y Jenny, un bici paseo. Ángela Durán y Trompabuque –así le dicen a Germán– un recorrido en tabla. Olga y Esteban, un rio para el viaje en kayak; Paola el descenso de alguna gran colina. Los gemelos  Nicolás y su hermano Arturo, una movilización o socialización ¿Acaso no es cómo la llaman hoy los profes?  Ese era simple y llanamente el Plan, no había ninguna intención de aterrorizar a nadie, ni asonadas, ni mucho menos recapitular el 9 de abril del 48. La única condición, para darle más seriedad al juego era que los participantes no podían renunciar o sacar el cuerpo so pena de tener que enfrentar el juego de la ruleta…

–El periodista. …la… ¿¡la ruleta rusa!?

– Estudiante Chibuquí. Sí. Era más que ruleta rusa, era confirmar nuestra comunión con el nihilismo ruso que antecedió a la revolución de octubre.

 

–El periodista.  ¡Qué esclerosis poética! ¿Cuál es su profe de literatura? …peeero al grano, al grano ¿En qué consistió dicho Plan?

– Estudiante Chibuquí.  Pues luego de mucho chatear, unir, tachar, quitar, enmendar una y otra vez, el Plan comenzó a cobrar vida propia (para incredulidad nuestra) involucrando varios terrenos que le dieron un inverosímil atractivo. Ascenso en funicular a Monserrate (idea mía, para reventar a  Paolita de la rabia) caminata hasta el cerro de la cruz,  luego descenso en bici hasta el Puente del Común en Chía y allí embarcar en  kayaks  por el  rio Bogotá, hasta llegar al municipio de Agua de Dios,  donde  se invitaría  a los pobladores circunvecinos al  ritual de desagravio del maestro Luis A. Calvo*(5); y   retornar  a Bogotá en el “tren de seis” hasta La estación Metro Sabana - Bogotá donde se culminaría con un 

aquelarre purificador. ¡Esto sí qué serían vacaciones! ¡Íbamos a conmover los cimientos de la idea de placer que venden los medios masivos! Bueno eso nos afirmó Paola.

 

–El periodista.  ¡¿Y cómo, más parece una competencia de deporte extremo?! ¿Pudieron llevarlo a cabo?

– Estudiante Chibuquí. Sí. El día señalado. Bien temprano en la mañana nos encontramos en la estación del funicular, frescos y optimistas de que el Plan no iba a llegar a su fin. Al menos Angelita, a la que sus padres habían afiliado al Americam Extrem International Club, tenía serias dudas pues de Monserrate al Cerro de la Cruz había al menos dos abismos y descender el Cerro de la Cruz en bici no se le había ocurrido ni a la federación de ciclo montañismo de Bogotá. Y ni se diga del descenso por el salto del Tequendama, donde nos moriríamos por los olores o en la caída. En qué estaríamos pensando nos lo reprochó una y otra vez Olga y Esteban. Y como era de esperarse en pleno Monserrate nos esperaba la almojábana, el quesillo con chocolate y sendas jarras de chicha. Era un día pleno. La sabana de Bogotá se extendía interminablemente entre sus abullonadas nubes y un infinito fondo azul. Iniciamos la caminata hacia el norte entre descensos y ascensos, bordeamos los cerros tutelares de la capital en compañía de una lluviecita que si bien era refrescante no garantizaba pisadas firmes. Una hora después estábamos atravesando los primeros abismos. Íbamos bien pegados a la pared de la montaña en bordes donde apenas cabía la punta del zapato. El primero que flaqueó fue Arturo. Recuerdo que jadeando dijo “No pueeedo más” y empezó a trastabillar, Toñito le extendió la mano pero sus dedos no se encontraron. Y ¡zaaaaaz! lo vimos desbarrancarse de bote en bote. El desmoronamiento del borde hizo tambalear a Toñito y muy a pesar de sus 35 kilos de peso se desprendió en caída libre. (¡Cúbranse la cabeza!)  les gritamos.

 

–El periodista. Entonces, ¿cancelaron el Plan?

– Estudiante Chibuquí.  No. No había la menor posibilidad de dar vuelta atrás. No supimos más de ellos. Media hora después por fin habíamos coronado el cerro del Alto del Cable. La lluvia arreciaba. Aunque no estaba en nuestros planes acampar en el cerro, si fue una decisión sensata. El exceso de chicha en medio del pertinaz aguacero, la copiosa neblina envolviéndolo todo, la desaparición de Arturo y Toño y, las miradas compungidas y recelosas de Angelita, Pacho y Trompabuque, quienes al parecer reconfirmaban que el divertido juego excedía el nivel de riesgo para un simple Plan de vacaciones, mellaron el ánimo. Así que muy en silencio tendimos carpas y una densa narcolepsia nos catapultó en un pesado sueño hasta el amanecer en que vimos a Paola saltar desnuda del lecho y erguida frente a la montaña, inhalar lentamente el prana con su poderosa  carga ionizante hasta enervarle cada uno de sus poros y diminutos pelillos como si quisieran fundirse con el  paisaje. Con movimientos como en una cámara lenta cayó en un trance que asumió en posición flor de loto durante cerca de una hora, tiempo en que la vimos levitar no sé si por efecto de la chicha o la yerba pero lo cierto fue que nos unimos religiosamente como si fuéramos una secta del mismísimo Nepal implorando por el alma de los “inmolados Arturo y Toñito”. Cuando ella abrió sus grandes ojos azules nos exclamó: ¡Patria o muerte,

venceremos! Y como autómatas contestamos: ¡Venceremos!

 

–El periodista. Se ve que estaban bien soyados… medio craizys…

– Estudiante Chibuquí.  Para nada, parce. La mañana traía ese  azul bogotano  y un imponente sol, un solo barrial como sendero de descenso y un frugal desayuno de banano y agua, y alrededor de él,  escuchamos las noticias que aparte de las rutinarias  muertes y atracos, también daba cuenta de nuestra desaparición en los cerros de Monserrate y el rescate de  un excursionista de nombre Arturo, Fue entonces que a Ángela se le ocurrió que bajáramos del cerro en tabla contrariando a Paola (ya que entre tanto riachuelo y barro la tabla sería mejor que la bici, pues medio sentados y con los morrales a la altura de la cabeza nos deslizaríamos más rápido y seguro hasta llegar a la Séptima) y sin más comenzamos a quitarle las ruedas a las tablas  quedando  como perfectos deslizadores.  Paola se lanzó de primera y de pie. Uno tras otro la seguimos en este tobogán que nada tenía que envidiarle a los festivales de ski en Finlandia.

 

–El periodista.  Entonces, ¿Cuántos huesos y piernas se rompieron?

–Estudiante Chibuquí. Pero no en la bajada, men. En la Carrera Séptima con calle cien nos reencontramos. Uno a uno fuimos llegando con el lodo hasta el cogote, las piernas entumecidas pero henchidos de triunfalismo, el único lunar era la tardanza de Pacho y mientras lo esperamos recompusimos el equipaje, nos sacamos el barro en los charcos de agua lluvia y abrimos nuestras bicis alistándonos para viajar a Chía. En ese entretanto Paola, Esteban y Camilo no perdieron el tiempo y aprovecharon la mañana para divertirse con unos cuantos grafitis. Recuerdo uno muy atinado que decía “El World Trade Center*(6)  está en New York. ¡Bestias descerebradas!” Ahí perdimos a Camilo que por no dejarse coger de los celadores se fue de bruces contra dos policías que pasaban en ese momento y que no dudaron en molerle las piernas a bolillo.

–El periodista.   El grupo se desmoronó…

–Estudiante Chibuquí.  Así sumábamos cuatro bajas y Paola ya medio endemoniada monto su bici y arrancó. Como un carnaval de desarrapados ciclistas la seguimos por entre el copioso y macilento tráfico. Yo siempre me mantuve de último pues no convenía que notaran que mi bici era eléctrica. En media hora estábamos en Chía desayunando caldo con costilla, chocolate con quesillo, postre de natas, almojábana y la energía que tanto anhelábamos nos hizo regresar el alma al cuerpo y la fe. Entonces en el Puente del Común brindamos con masato fuertongo por la unidad, la resistencia y el empoderamiento.  Paola exclamó algo así como “lo que no nos destruye nos fortalece” una frase de un tal Niche, pero teutón, rubio, bigotón y sifilítico. “Yo hubiera preferido a Fruko y sus tesos, me susurró Ángela”. Germán la emprendió contra la sociedad de consumo “…frívola  y de mentalidad de avestruz que prefieren hundir la cabeza bajo tierra mientras les dan pu´el chiquito antes que enfrentar el horror de una especie que se sacrifica por un modelo de usureros y matones…”. Entonces Olga se rasgó la blusita (ante los ojos lúbricos de Esteban) y se soltó el sostén y lo batió como una peligrosa cauchera mientras sus piernas seguían el ritmo de una samba carnavalera. Angelita y yo apenas dijimos ¡salud! Y entonces de manera maquinal inflamos nuestros botes nos colocamos mascarillas y salvavidas y ¡al agua patos,   por la redención del salto del Tequendama! Gritó Paola Y zarpamos seis botecitos en medio de unas oscuras y envalentonadas aguas que contrastaban con un inmaculado cielo.

–El periodista.   ¡Mierda, mierda! ¿Pero… quién es esa Paola, por qué los dominaba?

–Estudiante Chibuquí.  ¡Un churrazo con voluntad de acero, men! Pero para Angelita y Olgita (envidiosas, seguramente)  una especie de Mantis religiosa, experta en la mimesis, de hábitos solitarios y de un nivel de depredación espeluznante. Y Paola quería vengarse.  Darle una lección a Esteban por sus indecisiones, su falta de huevos para imponerse ante su madre que lo tenía jodido. Devolverle a Doña Leonor Holguín un Esteban postrado y enfermo, luego de ser bañado por la brisa podrida y purulenta del rio Bogotá que a diario es vertido de los excrementos de diez millones de chirriados bogotanos más  otros tantos millones de mascotas y de animales comestibles, más el mercurio y toda una tabla periódica pestilente. Con esto ella quedaría resarcida ante las  aprehensiones de la familia Holguín  que en las pasadas vacaciones dejaron plantada en el aeropuerto por viajar con una tal Gina Ponce de León, una aparecida que la mamá de Esteban quería como novia de su hijito. En cambio para Esteban, Pacho, Germán y Toñito, ella era una especie de adalid, una mezcla entre Lady Godiva, Juana de Arco y Raquel Welch…

–El periodista.  ¡No lo puedo creer!  Esto cada vez parece una telenovela. ¿Qué tiene qué ver la semidestrucción del Metro de Bogotá que costo más de 100 años de estudios interminables con unos gomelitos de la zona anglo de Chía dirimiendo amores en medio de aventuras extremas?

–Estudiante Chibuquí. Es pa´que vaya viendo. En Metrallín, se hizo el Metro a mediados del siglo pasado y salió más barato y “titino”…

 

–El periodista.  ¡Párela pues! ese no es el tema. ¡¿Se ahogaron, se los tragó el Salto, se murieron de tifo o tuberculosis, qué paso, qué pasó?!

–Estudiante Chibuquí.  ¡Pues que Paola tenía huevo! Estoy contando la historia porque a propósito encalle como a quinientos metros antes del Salto. La idea era orillar a unos cincuenta metros antes y descolgarnos con sogas. Pacho, Arturo y Toñito que estaban mirando desde el hotel de los suicidas*(7) vieron cómo se volcaron los botes por la endemoniada corriente y antes del salto ya se los había tragado el rio. ¡Fue un suicidio colectivo! Una ofrenda a Bochica y Bachué que seguro Paola se traía entre manos…

 

–El periodista.  –¿Entonces, quiénes perpetraron la asonada en la Estación Metro Sábana, ¡carajo!?

Estudiante Chibuquí.  ¡No sé, no sé! Los tres nos devolvimos en el tren de seis, Lloramos a moco tendido, como los guaduales. El vagón venía lleno de músicos que le  dedicaron sus temas al maestro Calvo. Cuando entramos en la estación empezaron los fuegos pirotécnicos, luego se escuchó una fuerte explosión y todo voló por el aire, se lo juro, no sé más.

NOTAS

*(1) La zona anglo hace referencia al periodo pos victoriano que vivió Chía en los años 70 del siglo XX con el poblamiento de colegios de bono obligatorio y nombre de alguna ciudad inglesa  y que el arquitecto  Rogelio Salmona describió como “ansiosa pulsión por lo británico a pesar de ser  patirrajado” y,  cuya primera manifestación se vio reflejada en el estilo Tudor de los barrios bogotanos La Merced y La Quinta Camacho y una segunda ola en los años sesenta cuando el rock británico se tomó el mundo y condujo a que  los niños chapiñerunos salieran a sembrar marihuana en el parque de la sesenta y danzar como epilépticos en  una discoteca autodenominada La Bomba.  Ver revista Nadaistas No. 23 página 15.

*(2) Raúl Gómez Jattin. Cartagena, Colombia (1945- 1997). Desde su hamaca escribía versos así: “…En este cuerpo en el cual la vida ya anochece vivo yo vientre blando y cabeza calva pocos dientes y yo adentro como un condenado”

*(3) Puente del Común. Emblemático puente del municipio de Chía, Cundinamarca, Colombia; donde se firmó el primer Acuerdo de Paz. Hasta este puente llegó Antonio Galán y el movimiento comunero en protesta por los altos  impuestos del virreinato de la Nueva Granada. Firmado el acuerdo el movimiento comunero se desmovilizó y sus líderes fueron apresados y descuartizados.

 

*(4) Parkway: Frondoso alameda del barrio la Soledad donde se erigió un monumento al Almirante Padilla, héroe de las gestas de la independencia que luego fue fusilado por “jacobinistas” criollos. Expertos en urbanismo sostienen que el parque se llama en verdad Almirante Padilla pero los vecinos insisten en llamarlo Parkway.

 

     *(5)  Luis A. Calvo: Célebre Compositor colombiano  expulsado de Bogotá por una supuesta lepra. Entre los temas que los pasajeros del tren de seís solicitaron estaban Intemezzo I, II III y IV, Lejano Azul, Adiós Bogotá, entre otras.

 

*(6) World Trade Center de Bogotá es un complejo de edificios que están siglos de alcanzar la monumentalidad del World Trade Center de New York y que sucumbió en los atentados del 11 de septiembre del 2001.

 

*(7) El Hotel de los suicidas está localizado al frente del salto del Tequendama y después de los años cincuenta llegó a registrar  cerca de un suicidio diario.

 

FIN

Chía, julio 2016

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De frente… ¡mar!

Humberto Betancourt R.

Segundo lugar Estímulos Chía 2016

 

 

Todo indicaba que aquel 2 de abril de 1954 iba a ser muy especial. Como era costumbre, Benjamín Ayala se levantó a las cinco y media de la mañana, se bañó y vistió con rapidez, besó a sus padres, tomó el maletín escolar, se santiguó y salió raudo de su lujosa casa. Debería llegar al colegio antes de las siete, hora de inicio de la Santa Misa. Estaba a punto de completar los Nueve Primeros Viernes y tener asegurada la salvación eterna. 

Tres horas después, el cabo del ejército Pancracio Chaguala llegó a la puerta del Colegio Parroquial de El Vergel acompañado de dos soldados. Entró sin pedir permiso y le ordenó al rector Jorge Gordillo que sacara a los alumnos de clase y los formara en el patio.

—¿Para qué? —preguntó Gordillo con timidez— Hoy, que yo recuerde, no es fiesta patria. —La palidez que inundó su cara y el escalofrío que recorrió su diminuto cuerpo evidenciaron el temor que le inspiraban los uniformados.

—Es una orden de mi mayor Antonio Villamarín; todos los estudiantes de El Vergel deben dirigirse hacia el comando; mi mayor quiere mostrarles algo —concluyó el fornido Chaguala, mirando con agresividad a su interlocutor.

Sin otra opción, Gordillo recorrió los seis salones de clase del establecimiento, un pequeño instituto de educación primaria fundado a principios de 1951 por el cura Felipe Quezada, párroco del municipio. Allí estudiaban, en forma gratuita o a bajo costo, dos centenares de niños, la mayoría de ellos huérfanos o desplazados por la violencia partidista. Algunos, no tan pobres, recibían educación en ese colegio porque sus padres confiaban en los principios católicos de la institución.

—A ver niños, salgan todos al patio, formen por cursos y en orden de estatura — repetía Gordillo a medida que avanzaba en su recorrido.

Tan pronto los estudiantes estuvieron en formación, Chaguala colocó las manos a modo de bocina y ordenó: 

—Vamos a marchar hacia el cuartel. Mi mayor Villamarín quiere hablar con ustedes.

—Cabo, por favor explíquese. ¿Para qué necesitan a los niños? —preguntó Gordillo con rostro de angustia.

—Allá les van a informar. Ahora, todos a marchar. ¡Atención… fir! ¡De frente… mar! —gritó con la misma voz de mando que usaba para disciplinar a los reclutas. 

Recorrieron seis cuadras de calles empedradas, flanqueadas por hileras de casuchas con techo de paja y piso de tierra. Casi todas lucían puertas y ventanas de madera con barniz brillante azul o verde. Chaguala iba al frente del grupo repitiendo el consabido izquier, dos, tres, cuatro… izquier… Los niños, acompañados de sus profesores y del cura Quezada, trataban de marcar el paso, aunque por momentos se distraían y pisaban con fuerza los charcos de color marrón y se reían en voz baja cuando lograban salpicar a alguno de sus compañeros.

Entraron al cuartel y se dirigieron al patio de maniobras, un descampado que el reciente aguacero había convertido en un barrizal, rodeado por tres hileras de barracas de madera y un edificio de ladrillo a la vista para la oficialidad. El deterioro de la pintura de las barracas —color blanco con una franja azul en la parte inferior de las paredes—, sumado al deplorable estado del patio, indicaba que el confort de los soldados no era prioridad para la institución militar. Subido en una plataforma, el Mayor Antonio Villamarín, comandante militar de la plaza, vestido con un impecable uniforme de fatiga y rodeado de tres oficiales, tomó un micrófono y comenzó a arengar a los centenares de estudiantes y profesores de los colegios y escuelas del municipio:

—¡Atención… fir! Estudiantes: los he convocado a este lugar para que observen lo que está ocurriendo en la región. Anoche, un grupo de chusmeros asesinó vilmente a doce soldados de la patria. Después de emboscarlos, los ultimaron a machetazos.

Un pitido salió de los altavoces, taladró los oídos de la concurrencia e interrumpió el discurso. Se escuchó un murmullo de voces infantiles. Villamarín, visiblemente malhumorado, volvió a gritar:

—¡Quiten ese zumbido!… Ahora sí… ¡Silencio! En este recinto, cuando un oficial habla, los demás escuchan sin chistar. Yo sé que muchos de ustedes son de familias que vienen de sitios azotados por la violencia; también sé que algunos de sus padres les han dicho que esta horrible situación es culpa del gobierno y de los militares. Hoy se van a convencer de que no es así. Este es un gobierno de Paz, Justicia y Libertad, como pregona el Excelentísimo Señor Presidente de la República, General Gustavo Rojas Pinilla. Van a caminar en fila india hacia el costado norte y allí van a percatarse de lo que hacen los bandoleros. ¡A discreción! ¡Media…vuel! ¡Paso sin compás... mar!

Los menores, cuya edad oscilaba entre siete y quince años, desfilaron a paso lento hacia el sitio indicado por Villamarín. A medida que se acercaban, su nerviosismo se fue convirtiendo en miedo y finalmente en horror al divisar, tendidos en el lodazal, a doce cuerpos vestidos con uniformes militares. Ninguno tenía la cabeza en su sitio, sino colocada al lado, con la cara apuntando hacia el cielo. Conservaban su última mueca: los ojos abiertos y la mirada de terror hacia el machete que había propinado el tajo inmisericorde y definitivo; la boca con un rictus de indescriptible dolor, y el reguero de sangre, que parecía inundar todo el universo. Muchos alumnos y profesores rompieron a llorar. El cura Quezada no pudo quedarse callado. Increpó a Villamarín, exigiéndole que cesara de inmediato la tortura psicológica contra los niños. Éste hizo caso omiso de su clamor y le ordenó que se callara, bajo pena de enviarlo al calabozo. Quezada insistió en su protesta.  Dos soldados lo agarraron por los brazos y lo condujeron a rastras fuera del lugar.

Pasados varios minutos, Villamarín volvió a formar a los estudiantes. Con la cara enrojecida y la voz en tono de batalla, les dijo:

—¡Atención… fir! Ya vieron la maldad de los bandoleros. Hablen con sus padres y familiares para que dejen de apoyarlos. Nosotros, los buenos hijos de la patria, tenemos la misión de evitar que Colombia caiga en las garras del comunismo y la masonería.  ¡Miren lo que nos hacen! Son los chusmeros los que asolan los campos y producen estas atrocidades… ¡De ahora en adelante, no vamos a perdonar a quienes los auxilien! Pueden regresar a sus escuelas. ¡A discreción! ¡Retirarse…Viva Colombia!

Salieron del cuartel en silencio. Caminaron de regreso sin decir palabra, aunque se escuchaban algunos sollozos.

Una vez en el Colegio, el rector Gordillo reunió a sus alumnos en el patio de recreo, tomó un altavoz y dijo:

—Queridos niños: deben borrar de sus mentes lo que acabamos de presenciar. No dejen que estos hechos espantosos dañen su inocencia, su alegría o su amor por la vida. Estamos pasando por momentos muy difíciles, pero esto terminará pronto y volveremos a vivir en paz, como hermanos, tal como lo enseñó Jesús, nuestro Redentor. Tomemos un descanso de media hora y después volvemos a clases.

Los niños se dispersaron. Algunos continuaban sollozando. Era probable que, a varios de ellos, la escena que acababan de padecer les hubiera revivido el asalto de la soldadesca enviada por Villamarín a las veredas Tres Esquinas y Buena Vista y la masacre que los había desplazado; los gritos de sus padres al ser asesinados, o las súplicas de sus hermanas al ser violadas en los potreros mientras los ranchos ardían. 

Los profesores los acompañaron durante varios minutos. Luego, se retiraron a tomar café y comentar lo sucedido. Los niños parecían petrificados, estatuas inmóviles incapaces de llenar el espacio con la usual alegría de sus juegos y correndillas. Su pasmo contrastaba con el prado teñido de verde esperanza y el gozo multicolor de las plantas ornamentales que los circundaban.

El silencio fue interrumpido por la voz de un muchacho de catorce años, alto para su edad, muy delgado, de piel blanca y ojos azules.

—¿Si ven lo que hacen los bandoleros? ¡Son unos malditos, al igual que los padres de ustedes, que son collarejos y tan bandidos como la chusma! —gritó Benjamín Ayala, parado en un montículo, con los ojos desorbitados y la cara descompuesta por la ira. Vestía un jean de última moda y una vistosa camisa de seda. Repetía las palabras que escuchó en su casa cuando su padre, el comerciante más importante del pueblo, conversaba con el Mayor Villamarín durante la cena de la noche anterior.

Una pedrada en el rostro lo interrumpió. Cayó al piso. Decenas de sus compañeritos se abalanzaron sobre él y comenzaron a golpearlo con puños, palos y piedras. Gritaba de dolor, pero su lamento fue acallado por la algarabía. 

Cuando el segundo toque de campana anunció el regreso a clases, los chiquillos parecían disfrutar de los últimos minutos del recreo: unos saltaban lazo, otros pateaban una pelota o jugaban a la lleva; un grupo de diez cantaba y bailaba la ronda de moda: el puente está quebrado / con qué lo curaremos…

Al llegar al patio, el rector Gordillo y el resto de profesores se toparon con un niño rubio, de camisa azul. Estaba tendido en el piso, quieto, muy cerca de la ronda infantil. Un rayo de espanto los sacudió cuando se percataron de que, con la cara destrozada, el cuerpo inánime y la ropa hecha harapos, para Benjamín ya nada importaba: ¡su anhelo de salvación eterna se había consumado!

* * *

María de los Esteros

Por: Eugenio de Jesús Gómez Borrero

Ganador

modalidad Directores Relata 2015

De este viejo manglar no sólo sacaban moluscos y cangrejos, también brotaban canciones.

A María de los Esteros, como le decían a mi abuelita, le gustaba cantar mientras sacaba conchas del raicero. Metía sus manos cautelosamente en el fango, palpaba aquí y allá, una y otra vez, buscando las pianguas ocultas en las raíces de los mangles.

—¡Malcom! ¡Malcom! ¡Malcom!—Aquí estoy, abuela. Míreme, aquí estoy. Tranquila, tranquila…

—Malcom, no te vas a dejar sacar de Bajamar. ¿Me oíste? Esta tierra se la ganamos al mar. No les tengás miedo. Pásame el canasto.

Apenas el Sol pelaba el ojo, mi abuela se levantaba a trabajar. Rezaba un padrenuestro a las ánimas benditas, tomaba café y se vestía de piangüera: guantes de caucho, sombrero de paja, camisa manga larga y botas pantaneras. El traje de combate que por generaciones han usado las recolectoras de conchas de este litoral Pacífico.

 

En la punta de la canoa, María colocaba una ollita metálica con el fiambre, capacho de coco para hacer humo en el manglar y varios canastos donde guardaba las pianguas. A mí me sentaba enfrente suyo. Acurrucado en la angosta embarcación, la miraba hipnotizado. Todavía no me explico cómo no se quemaba la lengua con el cigarrillo. Le gustaba fumarlo con la candela para adentro de la boca. Ladeaba el pucho de un lado al otro y era capaz de escupir la ceniza del pielroja sin que se le cayera.

—¿Malcom? ¿Malcom? ¿Malcom?

—Sí, soy yo. Míreme, míreme…; tranquila, soy yo.

—Esta tierra no existía antes. Separamos las aguas. Aramos las olas. Sembramos esperanza. Cosechamos tierra. Este territorio nos pertenece, se lo ganamos al mar. Aquí nací y aquí me entierran. Yo no me voy a dejar sacar. Pasame el otro canasto, Malcom.

Recuerdo que a la travesía diaria de María de los Esteros se sumaban, que en paz descansen, Juana Caimito, doña Naidí, Pastora, Polonia, Saturnina, Rosa Moya, Vicenta y Mamasiete, la partera de Bajamar. Siempre iban acompañadas de sus hijas; el único hombre era yo. Todas bogaban con la ilusión de llenar sus canastos de pianguas. A ritmo de canalete, los chistes, chismes y pesares se volvían canto de laboreo. Sus melodías ancestrales fluían a través de los recovecos del manglar y la voz carrasposa de mi abuela lideraba el coro de piangüeras milenarias.

      Cómo pedirle a las olas que no acaricien la arena

      Cómo pedirle a la arena que no espere la mar

      Cómo pedirle a las olas que no produzcan espuma              Cómo pedirle a la gente abandonar Bajamar.

Al desembarcar, las niñas quemaban el capacho para espantar el jején y yo me trepaba en lo alto de un mangle rojo a verlas pianguar. En medio del humo, mi abuela sumergía su gordura en el lodazal, apretaba el pucho entre sus encías y, con los ojos en los dedos, iba buscando los escondites de las conchas. Mientras tanteaba el barro, solía contar que, al igual que la mujer, las pianguas tenían partes íntimas y menstruaban, y que en las noches de cuarto menguante ellas abrían sus valvas para seducir a la luna con sus labios carnosos.

Pero hoy, en este marchito raicero, María sólo desentierra recuerdos. No cogió ni una sola concha. Ni siquiera un cangrejo. Aunque los canastos están vacíos, no deja de contar sus pianguas. Incluso, arroja de nuevo al manglar las que según ella todavía están muy pequeñas. ¿Quién soy yo para despertarla?

—¿Cómo le habrá ido a Polonia y a Mamasiete? ¿Ellas ya se fueron, papi?

—Sí, abuelita, hace mucho que se fueron.

—¿Y Saturnina? ¿Y María Caimito? ¿Y Vicenta?

—También.

—Cuatro docenas de pianguas y tres cangrejos azules. No está mal. Malcom, dos docenas las vendés en el mercado y las otras dos las dejás en la cocina. No sé si hacerme un cebiche con harto limón o prepararme un buen sudado de piangua con sus dos toneladas de arroz.

Cae la tarde y es peligroso estar aquí. Salimos con la vaciante y ahora nos regresamos con la marea alta. María está molida, tiene la espalda partida de estar agachada y está untada de barro hasta las orejas. Aunque siempre se lava antes de subir a la canoa, sigue apestando a ese olor podrido del manglar. Mientras remo, inhalo en secreto el hedor de mi abuelita. Amo el perfume de María de los Esteros.

—¡Malcom! ¡Malcom! ¡Malcom!

—Aquí estoy, abuelita. Míreme, soy yo…; tranquila.

—Malcom, no te vas a dejar sacar de aquí. Recordá, Malcom, recordá. Dios que también es negra como yo, dijo: “Acumúlense las aguas de abajo del firmamento en un solo conjunto y déjese ver lo seco”. Y Dios, que también es piangüera, llamó a lo seco tierras ganadas al mar. Y vio Dios que estaba bien que los negros y las negras venidos de los ríos tuvieran dónde vivir, dónde soñar. ¿Ves, Malcom, por qué no hay que tenerles miedo? Dios está con nosotros. Cómo pedirle a las olas que no acaricien la arena / Cómo pedirle a la arena que no espere la mar / Cómo pedirle a las olas que no produzcan espuma / Cómo pedirle a la gente abandonar Bajamar.

Sube la marea. Baja la marea. Sube la marea. Baja la marea. Sube y baja. La marea lame los muertos arrojados al raicero y pudre la memoria de los vivos. Impunidad ecológica. La descomposición de los cadáveres le sienta bien a las estadísticas. Los medios informan: “Reubicación trajo paz, cesaron las masacres”. Pero en cada gota de lluvia se evapora un muerto. El manglar que un día fue despensa de vida hoy es cementerio para quienes se resisten a abandonar Bajamar. Las pianguas desaparecieron, se ahogaron con tanta sangre. Y los cangrejos que aún quedan descubrieron su gusto por la carne humana.

 

* * *

Accidente

Guillermo José Mejía Barona

Ganador modalidad

Asistentes Relata 2015

 

-El sobreviviente

Estaba sentado en el andén, con la ropa bañada en sangre.

Parte de ésta tal vez provenía de la herida que tenía en la frente.

El policía me alumbró la cara con una linterna y me preguntó:

—¿Cómo se llama?

—No recuerdo —respondí.

—¿Qué pasó?

—No recuerdo.

—¿Además de la herida en la frente, tiene alguna otra herida?

—No sé.

—¿De dónde viene toda esa sangre? —preguntó, indicando mi ropa. Un paramédico se acercó a examinarme.

—No sé.

—¿Cómo se llama el conductor? —preguntó, señalando el cuerpo sin vida de un muchacho como de mi edad y cuya cara se me hacía conocida.

—No recuerdo.

—¿Puedo ver su identificación?

De modo mecánico me llevé la mano al bolsillo trasero y saqué la billetera. Se la entregué.

 

 

La mamá

El teléfono sonó en la madrugada y, todavía dormida, contesté.

—Aló.

—Buenas noches —dijo una voz al otro lado de la línea—. Le habla el teniente Sánchez, de la Policía.

Al escuchar la palabra “policía”, me desperté del todo y, angustiada, pregunté:

—¿Qué le pasó a Marcos?

—Señora, ¿conoce al señor Marcos Marín y al señor Juan Sepúlveda?

—Sí, Marcos es mi hijo y Juan es su mejor amigo, ¿qué les pasó?

—Señora, lamento informarle que sufrieron un accidente...

En ese momento me desmayé. No recuerdo qué sucedió después.

 

 

La novia

Esa noche yo no quería salir. Marcos, mi novio, había invitado a su amigo Juan, el pesado de Juan, que no desaprovechaba oportunidad para tirarme los perros.

Fuimos a Cocktail, nuestro bar favorito. Yo pedí una margarita. Marcos no tomó bebidas alcohólicas porque estaba en un tratamiento médico. En cambio, Juan se emborrachó.

En un momento en que Marcos fue al baño, Juan se acercó y trató de besarme. Seguro Marcos vio algo porque, al regresar, me preguntó molesto:

—¿Por qué coqueteas con Juan?

—¿Yo? Él trató de besarme.

—No seas mentirosa, Martha. Juan es mi mejor amigo y nunca haría eso.

 

Molesta por la acusación, pero sobre todo por la ceguera de Marcos, le contesté:

—Pues no sé qué clase de amigo es, cuando no desaprovecha oportunidad para seducirme y hacerme toda clase de propuestas.

Marcos, enfurecido, salió a buscar a Juan y yo, molesta, me marché a casa en un taxi.

Todavía lamento haberlo dejado solo.

 

 

El mesero

El señor Marcos y el señor Juan son clientes habituales del bar. Anoche llegaron como a las once, junto con la señora Martha, la novia del señor Marcos.

El señor Juan se emborrachó como siempre. El señor Marcos no bebió alcohol, sólo agua mineral con limón.

—¿Y la muchacha? —me preguntó el policía.

—Creo que ella tomó tequila. Pero se fue temprano, antes de la una, después de discutir con el señor Marcos.

—¿A qué horas se fueron los señores?

—A las tres, cuando cerramos.

—¿Vio quién manejaba el auto?

—No, señor. Yo estaba adentro.

 

 

El portero

Ellos salieron cuando el club cerró. El señor Juan estaba muy borracho y el señor Marcos lo sostenía para que no se cayera.

Al llegar al carro discutieron. Parece que el señor Marcos quería manejar, pero el señor Juan insistía que era su carro y que sólo él lo manejaba.

—Al final, ¿quién manejó? —me preguntó el policía.

—No lo sé. Con tanta gente que salía me distraje y no vi cuando se fueron.

Los policías

—¿Qué pasó aquí? ¿Otro accidente por imprudencia?

—Sí, mi teniente. Parece que el carro venía a muy alta velocidad, perdió el control en la curva y chocó con el poste.

El teniente recorrió la escena del accidente y preguntó:

—¿Muertos?

—Uno. El otro sólo tiene una herida superficial en la frente.

—¿Dónde están?

—Parece que con el golpe ambos salieron disparados fuera del vehículo. El conductor está allí, muerto. Al otro lo encontramos sentado en el andén.

—¿Algún testigo?

—Ninguno.

—¿Y el sobreviviente qué dice?

—No recuerda nada, mi teniente.

—¿Iban borrachos?

—Es raro, mi teniente. El sobreviviente está borracho hasta los topes. No puede tenerse en pie. En cambio, los paramédicos dicen que el muerto no había consumido alcohol.

 

 

El muerto

Era mala noche para salir. Yo estaba bajo tratamiento médico y no podía consumir bebidas alcohólicas, y a Martha no le gustaba salir con Juan. Pero él insistió y no me pude negar a acompañar a mi mejor amigo.

Juan, como siempre, se emborrachó, y Martha terminó peleándose conmigo; se marchó enfadada. Yo me quedé. No podía dejar solo a Juan. Después me tocó aguantarme todo el resto de la noche su perorata sobre la amistad, la lealtad, lo afortunado que era de tener a Martha, lo que él haría por tener una novia así, bla, bla, bla… Yo no le prestaba mucha atención.

Al final, cuando cerraron el bar, nos fuimos al carro y Juan, a pesar de lo borracho, insistió en manejar. Yo pensé en tomar un taxi, pero me daba miedo dejarlo solo. Temía que se hiciera daño.

Juan tomó la avenida junto al río a muy alta velocidad; le supliqué que manejara más despacio, pero no me atendió.

En la curva perdió el control y chocamos. La puerta se abrió y salí disparado. Mi cabeza se golpeó fuertemente contra el andén. Era una herida mortal, por la cual manaba abundante sangre.

Cuando estaba agonizando, vi a Juan que se acercaba, se agachaba, me cargaba en sus brazos y me depositaba junto a la puerta del conductor.

Todavía me pregunto: “¿Por qué hizo eso?”. Estoy seguro de que era por mi bien, sin duda Juan es mi único y verdadero amigo.

 

 

El sobreviviente

Muy despacio, casi arrastrando los pies, camino detrás del féretro. Lloro. Luzco dolorido, destrozado, culpable por estar vivo. Todos se acercan a tranquilizarme. A mi lado, Martha, para consolarme, me abraza de forma amorosa.

* * *

Los graduados

Sandra Inés Gómez Galindo

Ganador modalidad

Asistentes Relata 2015

 

 

Porque eso sí es digno de compadecer todo el que no tenga diploma de bachiller.

Rafael Escalona, El bachiller.

 

0

Francisco se acerca por detrás:

—Hace rato que no la veía —dice, y toma la caja con las fichas de ajedrez—. ¿Jugamos? —me pregunta.

—Me pido las blancas —respondo, en mi sueño, y muevo P4R.

 

1

El primer diploma de bachiller, copia fiel del original, según hace constar el sello notarial, falso, fue el suyo. Estábamos a comienzos de enero de 1978 y en mi familia nadie había obtenido ese título antes.

Hizo todo el mismo día, despacio, matando el tiempo, mientras se acostumbraba a la idea de que por fin era bachiller. Si se convencía a sí mismo, sería más fácil convencer a los demás. El lunes siguiente se levantó temprano, revisó su hoja de vida Minerva 1103, le adjuntó la copia del diploma y salió, con paso firme, a presentar la entrevista.

—Entonces te acabas de graduar —dijo la mujer de Recursos Humanos, mientras revisaba el diploma.

—Sí, señora —contestó Francisco, y se le quebró la voz.

Se apretó los testículos con la mano izquierda. “Ninguno de los bachilleres que conozco es más inteligente que yo”, pensó. Él aprendía todo lo que le interesaba: la ficción sicológica, el ajedrez, las canciones de Nicola Di Bari, los juegos de razonamiento abstracto, el póker y cualquier otro asunto que pusiera en juego su agilidad mental. “El diploma está bien”, repitió mentalmente durante toda la entrevista. A fin de cuentas, aspirar a un puesto en una de las tiendas de Bots tampoco era la gran cosa.

2

Aunque lo intentó, ser estudiante formal no fue lo suyo. Al comienzo le gustaba, pero su cabeza hiperactiva se aburría pronto. En la escuela, entregaba las tareas de primero, pedía permiso para ir al baño y no regresaba. Trepado en un árbol mataba las horas haciendo tiro al blanco con su cauchera de municiones de chicle.

Mal tiempo para estudiar.

A los doce años era el hombre de la casa. Mi papá se aparecía de vez en cuando, borracho, a regañar. Cuando él llegaba, Francisco se iba para los humedales a cazar ranas. Tonny se iba con él. Tonny era su perro: “Mitad gozque, mitad pastor alemán, como yo”, decía, y lo abrazaba como a su mejor amigo. Los otros eran los vagos del barrio con los que organizaban rallys de carritos de balineras. A todos los habían expulsado del colegio.

Mal tiempo para estudiar.

Muy tarde, ya de noche, Tonny y él regresaban, sin afán. Mi hermano atravesaba las calles del barrio hacia la casa, y yo lo sentía antes de que llegara. Lo escuchaba silbando una canción que sólo yo reconocía… Me gusta la calle / el aire cansado… / yo voy caminando pateando la lata jugando, jugando.

3

Le fue bien en la entrevista. Tal vez porque era bachiller, o porque se expresaba con fluidez, o simplemente porque era endemoniadamente encantador, y lo sabía. De esto último le daba algo de crédito a un librito que había leído por ahí: Cómo ganar amigos e influir sobre las demás personas. Psicología social, barata, fácil… Decía que la usaba a la inversa. Vaya uno a saber qué significaba eso. Esa misma semana entró a trabajar a Bots como administrador de la sucursal de Chapinero.

4

—Antes de llevarlo a la marquetería, sáquele varias fotocopias y mándelas a autenticar en la Notaría —dijo mi mamá, mientras nos servía el almuerzo.

Eso fue el día que me entregaron, por ventanilla, el diploma de Bachiller académico del Colegio Departamental de Fontibón. Ahora, casi nueve meses después de él, también yo era bachiller. El diploma permaneció exhibido en la mesa del comedor durante todo el almuerzo.

—No sé si enmarcarlo o meterlo debajo del colchón — dije, para restarle importancia al momento. No quería que Francisco se sintiera mal.

—Tan chistosa —dijo él, y me regañó con la mirada—. Yo la acompaño —añadió. Algo tramaba. Lo supe, no sé si porque éramos gemelos monocigóticos, pero siempre sabía en qué estaba pensando Francisco, incluso antes de que él lo pensara.

Con mi diploma perfeccionó la técnica. Ahora no hacía copias, sino originales: papel pergamino con estampados del escudo de la República de Colombia, letra gótica, sello de madera con base de caucho, firmas del Rector y el Secretario del colegio, número del folio, libro de registro y, al final, la firma del Secretario de Educación refrendada con un sello seco.

En la parte de atrás ponía cinco estampillas que sumaban 493 pesos oro. Los diplomas le quedaban más bonitos que el mío.

—Ahora sí vamos a conquistar el mundo —dijo, y sonrió con esa sonrisa de príncipe que le había aprendido a Dale Carnegie.

5

Francisco, al frente de la tienda, sentado en un tronco, mira llover. En Bogotá siempre llueve. No hay clientes y la única vendedora está en la bodega, acomodando mercancía. Al otro lado de la calle, una muchacha vestida de blanco intenta evadir los charcos y los carros. Lleva una sombrilla que el viento voltea, junto con su falda. Hoy llueve en horizontal. “Tiene piernas bonitas”, piensa Francisco, prende un Marlboro y alista su sonrisa. Ella al fin logra cruzar y entra, corriendo, al establo en donde está Francisco.

—Buena tarde —dice.

—Si te gusta mojarte, sí, buena tarde —dice Francisco.

—Qué bonita decoración —dice ella, y mira al interior de la tienda.

—Sólo falta el caballo —dice Francisco, y se acomoda un invisible sombrero tejano.

—Lástima que sólo vengo a escampar…

Francisco la invita a entrar, le muestra la tienda y le brinda un tinto. Ella se llama Rocío, es de Ibagué y lleva poco tiempo en Bogotá. Está buscando trabajo, sin mucha fortuna, ya que no tiene título de bachiller. Francisco sonríe y se le iluminan los ojos.

6

Ese mismo fin de semana, Rocío se graduó de la Normal Nacional de Señoritas. También entró a trabajar en Bots. Para esas fechas, muchos de los amigos de Francisco, los mismos vagos con los que había crecido en el barrio, los de las balineras, ya eran bachilleres: del Nazareno, del Militar, del Agustiniano, de Los Andes…, y la mayoría tenía el título, enmarcado, en la sala de la casa.

A diferencia de sus otros clientes, a ella le hizo prometer que se inscribiría en un instituto, a validar, como recientemente lo había hecho él.

7

—Juegan o qué.

El tono desafiante de Francisco molesta a los que están en el diamante. No son del barrio y fuman bareta, pero eso a Francisco no le importa.

Él lleva un ajedrez en una mano y en la otra una pelota de béisbol. El diamante, improvisado en uno de los potreros en donde hoy queda la planta eléctrica, está hecho un lodazal. Ha llovido durante toda la noche. En Bogotá siempre llueve.

—Sisas —contesta el más joven, uno que tiene ojos rojos de diablo.

Los buenos y los malos. Los buenos contra los malos. Los buenos son Francisco y sus amigos: Mortadela, Bagre, Ganzúa…

Juegan varios partidos de béisbol y después van a la tienda de doña Trina a jugar ajedrez, a jugar ocho loco y a apostar. Los malos huelen a metal afilado, a cadenas enrolladas en sus antebrazos, a gavilla, a perro triste, a sangre y miedo. De allá vienen.

Esa noche Francisco llegó a la casa, pero no lo escuché silbar nada.

8

Nunca se negó. Nunca cobró. Pero recibía regalos imposibles: unos chacos como los de Bruce Lee; un ajedrez cuyas fichas estaban hechas de tuercas, tornillos y mariposas de acero galvanizado; una pera de boxeo restaurada con parches para despinchar neumáticos de bicicleta; una cota de cruzado hecha de chapas de latas de cerveza. También, alguna de las recién graduadas, lo invitó a salir con todo pago.

Su fama salió del barrio y los malos también quisieron ser bachilleres. La mayoría, gastados y rotos, ni siquiera sabían leer. Francisco no quiso:

—Una cosa es una cosa, y otra, otra… —dijo.

9

Hace varios años que no vivo en el barrio.

Mi mamá se murió, vendimos la casa y de Francisco ya nadie se acuerda. Debajo de la planta eléctrica quedó el diamante y en su entraña la sangre de Francisco. “Ahora sí vamos a conquistar el mundo”, dice, en mi cabeza, como si supiera que hoy se me dio por venir.

A él lo apuñalaron los malos, porque no los quiso graduar. La calle. Y sí, el primer diploma de bachiller, copia fiel del original, según hace constar el sello notarial, falso, fue el suyo. Estábamos a comienzos de enero de 1978.

10

—DxP —juega Francisco, antes de desvanecerse. Con su voz de antes, dice—: ¡jaque mate! —Y sonríe.

*      *      *

Ancla 1
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